LAS REGLAS DEL
MÉTODO SOCIOLÓGICO
(fragmentos)
EMILE DURKHEIM
PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN
Cuando apareció este libro por primera vez, suscitó controversias bastante vivas. Las ideas corrientes, como desconcertadas, resistieron al principio con tal energía, que durante algún tiempo nos fue casi imposible hacemos oír. En los mismos puntos en que nos habíamos explicado con más claridad, se nos atribuyeron, gratuitamente, opiniones que no tenían nada que ver con las nuestras, y se creyó rebatimos refutando tales opiniones gratuitas. Aunque habíamos declarado muchas veces que la conciencia, tanto individual como social, no era para nosotros nada sustancial sino solamente un conjunto, más o menos sistematizado, de Fenómenos sui generis, se nos tachó de realismo y de ontologismo. Aunque habíamos dicho expresamente y repetido de todas las maneras que la vida social estaba hecha, toda ella, de representaciones, se nos acusó de eliminar de la sociología el elemento mental. Se llegó incluso a restaurar contra nosotros procedimientos de discusión que podían considerarse definitivamente desaparecidos. Se nos imputaron, en efecto, ciertas opiniones que no habíamos sostenido, bajo pretexto de que estaban «conformes con nuestros principios». Sin embargo, la experiencia había demostrado todos los peligros de este método que, al permitir construir arbitrariamente los sistemas que se discuten, permite también triunfar sin esfuerzo.
No creemos exagerar al decir que, desde entonces, las resistencias se han debilitado progresivamente. Sin duda, todavía nos es discutida más de una proposición. Pero no deberíamos extrañamos ni quejamos de estas objeciones saludables; está muy claro, en efecto, que nuestras fórmulas están destinadas a ser reformadas en el futuro.
Obtenidas de una práctica personal y por fuerza restringida, deberán evolucionar necesariamente a medida que se adquiera una experiencia más amplia y más profunda de la realidad social. En lo que respecta al método, por otra parte, sólo puede hacerse algo provisional, porque los métodos cambian a medida que avanza la ciencia. Así, vemos que, durante los últimos años, a pesar de todas las oposiciones, la causa de la sociología objetiva, específica y metódica, ha ganado terreno sin interrupción. La fundación de Année sociologique ha influido ciertamente mucho en este resultado. Porque abraza a la vez todo el campo de la ciencia y, por ello, Année ha podido, mejor que ninguna obra especial, dar la sensación de lo que la sociología debe, y puede, llegar a ser. Ha sido así posible ver que no estaba condenada a seguir siendo una rama de la filosofía general y que, por otra parte, podía ponerse en contacto con los detalles de los hechos sin degenerar en pura erudición. Tampoco será nunca excesivo el homenaje que debemos al celo y entrega de nuestros colaboradores; gracias a ellos se ha podido intentar esta demostración mediante los hechos y gracias a ellos se ha podido proseguirla.
Sin embargo, por reales que sean estos progresos, es indiscutible que los desprecios y las discusiones pasadas no se han disipado todavía por completo. Por este motivo, quisiéramos aprovechamos de esta segunda edición para añadir algunas explicaciones a las que hemos dado anteriormente, responder a ciertas críticas y aportar algunas aclaraciones nuevas sobre ciertos puntos.
I
La proposición según la cual los hechos sociales se deben tratar como cosas -proposición que constituye la base misma de nuestro método- es la que ha provocado más contradicciones. Se ha considerado paradójico y escandaloso que asimilemos las realidades del mundo social a las del mundo exterior. Pero es que ha sido mal comprendido el sentido y alcance de esta asimilación, cuyo objeto no es rebajar las formas superiores del ser hasta las formas inferiores sino, por el contrario, reivindicar para las primeras un grado de realidad por lo menos igual al que todo el mundo reconoce a las segundas. En efecto, no decimos que los hechos sociales son cosas materiales, sino que son cosas con el mismo título que las cosas materiales, aunque de otra manera.
¿Qué es en realidad una cosa? La cosa se opone a la idea de la misma manera que lo que se conoce desde el exterior se opone a lo que se conoce desde el interior. Es cosa todo objeto de conocimiento que no es naturalmente penetrable para la inteligencia, todo aquello de lo que no podemos damos una idea adecuada por un simple procedimiento de análisis mental, todo lo que el espíritu no puede llegar a comprender más que a condición de salir de sí mismo por vía de la observación y la experimentación, pasando progresivamente de los caracteres más exteriores y más accesibles inmediatamente a los menos visibles y más profundos. Tratar de los hechos de un cierto orden como de cosas no es, por consiguiente, clasificados en tal o cual categoría de lo real; es observar frente a ellos una cierta actitud mental. Es abordar su estudio tomando por principio el que se ignora absolutamente lo que ellos son y que sus propiedades características, como las causas desconocidas de que dependen, no se pueden descubrir por la introspección, ni siquiera por la introspección más atenta.
Una vez definidos los términos de esta manera, nuestra proposición, lejos de ser una paradoja, podría incluso pasar por una perogrullada si no fuese todavía mal conocida con frecuencia en las ciencias que tratan del hombre y, sobre todo, en la sociología. En efecto, puede decirse, en este sentido, que todo objeto de la ciencia es una cosa, salvo, acaso, los objetos matemáticos, porque en lo que respecta a estos últimos, como los construimos nosotros mismos desde los más sencillos hasta los más complejos, basta, para saber lo que son, mirar dentro de nosotros y analizar interiormente el proceso mental de donde ellos proceden. Pero cuando se trata de hechos propiamente dichos, ellos son necesariamente para nosotros, en el momento en que nos ponemos a hacer de ellos ciencia, unos desconocidos, cosas ignoradas, porque las representaciones que hemos podido hacemos de ellos en el curso de la vida, hechas sin método y sin crítica, carecen de todo valor científico y deben ser mantenidas en cuarentena. Los mismos hechos de la psicología individual presentan este carácter y deben considerarse bajo este aspecto.
En efecto, aunque para nosotros sean interiores por definición, la conciencia que tenemos de ellos no nos revela ni su naturaleza interna ni su génesis. La conciencia nos los hace conocer hasta cierto punto, pero solamente como las sensaciones nos hacen conocer el calor o la luz, el sonido o la electricidad; nos da de ellos impresiones confusas, pasajeras, subjetivas, pero no nociones claras y distintas, conceptos explicativos. Y es precisamente por este motivo por lo que se ha fundado en el presente siglo una psicología objetiva cuya regla fundamental es estudiar los hechos mentales desde el exterior, es decir, como cosas. Con mayor razón tiene que ser así en lo que respecta a los hechos sociales; porque la conciencia no sería más capaz de conocerlos que de conocer su propia vida.
Se objetará que, como ellos son obra nuestra, no tenemos más que damos cuenta de nosotros mismos para saber lo que en ellos hemos puesto y cómo los hemos formado. Pero, en primer lugar, la mayor parte de las instituciones sociales nos son legadas completamente hechas por las generaciones anteriores; no hemos intervenido para nada en su formación y, por consiguiente, no será interrogándonos a nosotros mismos como podremos descubrir las causas que les han dado nacimiento. Además, aunque hayamos colaborado en su génesis, apenas si entrevemos de una manera muy confusa, e incluso muy inexacta, las verdaderas razones que nos han impulsado a obrar y la naturaleza de nuestra acción. Es más, aun tratándose simplemente de nuestros actos privados, sabemos muy mal los móviles relativamente sencillos que nos guían; nos creemos desinteresados cuando obramos como egoístas, creemos obedecer al odio cuando cedemos al amor, a la razón cuando somos esclavos de prejuicios irrazonables, etc. Entonces, ¿cómo vamos a tener la capacidad de discernir con más claridad las causas, mucho más complejas, de donde proceden los actos de la colectividad? Porque, como máximo, cada uno no interviene en ellos más que en una ínfima parte; tenemos multitud de colaboradores y no sabemos lo que pasa en las otras conciencias.
Nuestra regla no implica ninguna concepción metafísica, ninguna especulación sobre el fondo de los seres. Lo que reclama es que el sociólogo se ponga en el estado de ánimo en que se ponen los físicos, los químicos, los fisiólogos, cuando se adentran en una región, todavía inexplorada, de su campo científico. Debe, al penetrar en el mundo social, tener conciencia de que penetra en lo desconocido; es preciso que se sienta en presencia de hechos cuyas leyes son tan insondables como podrían serio las de la vida cuando la biología no estaba constituida; conviene que esté preparado para hacer descubrimientos que le sorprenderán y le desconcertarán.
Ahora bien, es también preciso que la sociología haya llegado a ese grado de madurez intelectual. Mientras que el sabio que estudia la naturaleza física tiene la sensación muy viva de las resistencias que ella le opone, y de las cuales tanto le cuesta triunfar, parece en verdad que el sociólogo se mueve en medio de cosas inmediatamente transparentes para el espíritu, tan grande es la facilidad con que se le ve resolver las cuestiones más oscuras. En el estado actual de la ciencia, no sabemos verdaderamente lo que son las principales instituciones sociales, como el Estado o la familia, el derecho de propiedad o el contrato, la pena y la responsabilidad; ignoramos casi completamente las causas de que ellas dependen, las funciones que llenan, las leyes de su evolución; apenas si en algunos puntos empezamos a entrever alguna luz. Y, sin embargo, basta con recorrer las obras de sociología para ver cuán raro es el sentimiento de esta ignorancia y de estas dificultades. No solamente se considera necesario dogmatizar sobre todos los problemas a la vez, sino que se cree poder alcanzar, en algunas páginas, o en algunas frases, la esencia misma de los fenómenos más complejos. Es decir, que semejantes teorías expresan no los hechos que podrían ser agotados con esta rapidez, sino la noción previa que tenía de ellos el autor antes de la investigación. Y, sin duda alguna, la idea que nos hacemos de las prácticas colectivas, de lo que ellas son o deben ser, es un factor de desarrollo. Pero esta idea es, en sí misma, un hecho que, para ser determinado convenientemente, debe ser estudiado también desde fuera. Porque lo que importa saber no es la manera en que tal pensador individualmente se representa tal institución, sino la concepción que de ella tiene el grupo; la única concepción, en efecto, socialmente eficaz. Ahora bien, ella no se puede conocer mediante la simple observación interior puesto que no está toda entera dentro de ninguno de nosotros; por ello es necesario encontrar algunos signos exteriores que la hagan sensible. Además, ella no ha nacido de la nada; es en sí misma efecto de causas externas que hay que conocer para poder apreciar su papel en el porvenir. Por tanto, hágase lo que se haga, hay que volver siempre al mismo método.
II
Otra proposición que no ha sido menos discutida que la anterior es la que presenta los fenómenos sociales como fenómenos externos respecto de los individuos. Se nos concede actualmente de buen grado que los hechos de la vida individual y los de la vida colectiva son en cierto modo heterogéneos: incluso es lícito decir que está a punto de lograrse un acuerdo, si no unánime, muy general por lo menos sobre este extremo. No hay apenas sociólogos que nieguen a la sociología su carácter específico. Pero precisamente porque la sociedad no está compuesta más que de individuos, parece de sentido común que la vida social no pueda tener otro sustrato que la conciencia individual; de lo contrario, ella parecería descansar en el aire y volar en el vacío.
Sin embargo, lo que se juzga tan fácilmente inadmisible cuando se trata de hechos sociales, se admite corrientemente respecto de los otros reinos de la naturaleza. Todas las veces en que unos elementos cualesquiera combinándose producen, por el hecho de su combinación, fenómenos nuevos, puede pensarse con razón que estos fenómenos están situados no en los elementos sino en el todo formado por su unión. La célula viva no contiene nada más que partículas minerales, lo mismo que la sociedad contiene sólo individuos y sin embargo, es completamente imposible, sin duda alguna que los fenómenos característicos de la vida residan en átomos de hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno. Porque, ¿cómo podrían producirse los movimientos vitales en el seno de elementos no vivos? ¿Cómo, por otra parte, se repartirían las propiedades biológicas entre estos elementos? Ellas no podrían encontrarse de la misma manera en todos ellos puesto que no son de la misma naturaleza; el carbono no es el nitrógeno y, por consiguiente, no puede revestir las mismas propiedades ni desempeñar el mismo papel. No es menos inadmisible que cada aspecto de la vida, cada uno de sus caracteres principales se encarne en un grupo diferente de átomos.
La vida no podría descomponerse así; es una y, por tanto, no puede tener por asiento más que la sustancia viva en su totalidad. Está en el todo y no en las partes. No son las partículas no vivas de la célula las que se alimentan, se reproducen, en una palabra, las que viven; es la misma célula y ella sola. Y lo que decimos de la vida podría repetirse de todas las síntesis posibles. La dureza del bronce no está ni en el cobre, ni en el estaño, ni en el plomo que han servido para formarlo y que son cuerpos blandos o flexibles; está en su mezcla.
La fluidez del agua, sus propiedades alimenticias y otras cualidades no están en los dos gases que la componen; sino en la sustancia compleja que forman por su asociación.
Apliquemos este principio a la sociología. Si como se reconoce, esta síntesis sui generis que constituye toda sociedad produce fenómenos nuevos, diferentes de los que hay en las conciencias solitarias, es preciso admitir que estos hechos específicos residen en la sociedad misma que los produce y no en sus partes, es decir, en sus miembros. Por tanto, son, en este sentido, exteriores a las conciencias individuales, consideradas como tales, de la misma manera que los caracteres distintivos de la vida son exteriores a las sustancias minerales que componen el ser vivo. No se les puede reabsorber en los elementos sin contradecirse, puesto que, por definición, son otra cosa que lo que contienen estos elementos. Así se encuentra justificada por una razón nueva la separación que establecemos más adelante entre la psicología propiamente dicha, o ciencia del individuo mental, y la sociología. Los hechos sociales no difieren tan sólo en calidad de los hechos psíquicos; ellos tienen otro sustrato, no evolucionan en el mismo medio, no dependen de las mismas condiciones. Esto no quiere decir que no sean, ellos también, psíquicos de alguna manera, puesto que todos consisten en maneras de pensar o de obrar. Pero los estados de la conciencia colectiva son de otra naturaleza que los de la conciencia individual; son representaciones de otra clase. La mentalidad de los grupos no es la de los particulares; tiene sus leyes propias. Por tanto, las dos ciencias son tan claramente distintas como pueden serlo dos ciencias, aunque por otra parte pueda haber algunas relaciones entre ellas.
Sin embargo, respecto de este punto hay que hacer una distinción que acaso arroje alguna luz sobre el debate.
La afirmación de que la materia de la vida social no se puede explicar por factores puramente psicológicos, es decir, por estados de la conciencia individual, es algo que nos parece del todo evidente.
En efecto, lo que las representaciones colectivas expresan es la forma en que el grupo se considera en sus relaciones con los objetos que le afectan. Ahora bien, el grupo está constituido de otra forma que el individuo y las cosas que le atañen son de otra naturaleza. Las representaciones que no expresan ni los mismos sujetos ni idénticos objetos no podrían depender de las mismas causas.
Para comprender la forma en que la sociedad se representa a sí misma y al mundo que la rodea, hay que considerar la naturaleza de la sociedad, no la de los particulares. Los símbolos bajo los cuales se considera a sí misma cambian de acuerdo con lo que ella es. Si, por ejemplo, es concebida como descendiente de un animal epónimo, es que forma uno de esos grupos especiales que se llaman clanes.
Allí donde el animal es reemplazado por un ascendiente humano, pero igualmente mítico, el clan ha cambiado de naturaleza. Si, por encima de las divinidades locales o familiares, ella se imagina otras de las que cree depender, es que los grupos locales y familiares de que está compuesta tienden a concentrarse y unificarse, y el grado de unidad que presenta un panteón religioso se corresponde con el grado de unidad alcanzado en el mismo momento por la sociedad.
Si condena ciertas formas de conducta, es que contrarían algunos de sus sentimientos fundamentales; y estos sentimientos afectan a su constitución, como los del individuo a su temperamento físico y a su organización mental. Así, aun cuando la psicología individual no tuviera secreto alguno para nosotros, no podría damos la solución de ninguno de estos problemas, puesto que se refieren a órdenes de hechos que ignora.
Pero una vez reconocida esta heterogeneidad, podemos preguntamos si las representaciones individuales y las representaciones colectivas no dejan de parecerse, sin embargo, en tanto que las unas como las otras son representaciones y si, como consecuencia de estas semejanzas, no serían ciertas leyes abstractas comunes a los dos reinos. Los mitos, las leyendas populares, las concepciones religiosas de todas clases, las creencias morales, etc., expresan una realidad distinta de la realidad individual; pero pudiera ocurrir que la forma en que se atraen o se repelen, se unen o se separan, sea independiente de su contenido y afecte únicamente a su calidad general de representaciones. A pesar de que están hechas de una manera diferente, se comportarían en sus relaciones mutuas como lo hacen las sensaciones, las imágenes o las ideas en el individuo. ¿No es posible creer, por ejemplo, que la contigüidad y la semejanza, los contrastes y los antagonismos lógicos actúan de la misma manera, sean cuales sean las cosas representadas? Se llega así a concebir la posibilidad de una psicología del todo formal que sería una especie de terreno común para la psicología individual y la sociología; y es esto acaso lo que constituye el escrúpulo que experimentan ciertos espíritus en distinguir demasiado claramente estas dos ciencias.
Hablando rigurosamente, en el estado actual de nuestros conocimientos, la cuestión planteada de esta manera no podría recibir una solución categórica. En efecto, por una parte, todo lo que sabemos sobre la forma en que se combinan las ideas individuales se reduce a unas proposiciones, muy generales y vagas, llamadas comúnmente leyes de asociación de ideas. Y por lo que se refiere a las leyes de ideación colectiva, son ignoradas todavía más totalmente.
La psicología social, que debería tener por fin determinarlas, no es aún más que una palabra que designa toda clase de generalidades, diversas e imprecisas, sin un objeto definido. Lo que haría falta es buscar mediante la comparación de los temas míticos, de las leyendas y tradiciones populares, de los idiomas, de qué forma las representaciones sociales se atraen y se excluyen, se fusionan las unas en las otras o se distinguen, etc. Ahora bien, aunque el problema merece ser objeto de la curiosidad de los investigadores, puede decirse que apenas si ha sido abordado; y mientras no se hayan encontrado algunas de estas leyes, será imposible, evidentemente, saber con certeza si repiten o no las de la psicología individual.
Sin embargo, a falta de esta certidumbre, es por lo menos probable que, si existen semejanzas entre estas dos clases de leyes, las diferencias no sean menos marcadas. Parece, en efecto, inadmisible que las materias de que están hechas las representaciones no actúen sobre sus maneras de combinarse. Es verdad que los psicólogos hablan a veces de las leyes de asociación de ideas, como si fuesen las mismas para todas las clases de representaciones individuales.
Pero no hay nada menos probable: las imágenes no se componen entre sí como las sensaciones, ni los conceptos como las imágenes. Si la psicología estuviera más avanzada, comprobaría, sin duda, que cada categoría de estados mentales tiene leyes formales que le son propias. Si ello es así, debe esperarse a fortiori que las leyes correspondientes del pensamiento social sean específicas como lo es este pensamiento. En realidad, por poco que se haya practicado este orden de hechos, es difícil no tener la sensación de esta especificidad. No es ella, en efecto, la que hace que nos parezca tan extraña la forma tan especial en que las concepciones religiosas (que son colectivas, ante todo) se mezclen o se separen, se transformen las unas en las otras, dando nacimiento a combinaciones contradictorias que contrastan con los productos ordinarios de nuestro pensamiento privado. Por tanto, si, como es presumible, ciertas leyes de la mentalidad social recuerdan efectivamente algunas establecidas por los psicólogos, ello no indica que las primeras sean un simple caso particular de las últimas; sino que entre las unas y las otras, al lado de diferencias ciertamente importantes, hay semejanzas que la abstracción podrá deducir y que, por otra parte, se ignoran todavía. Es decir, que en ningún caso la sociología podría pedir prestada pura y simplemente a la psicología talo cual proposición para aplicarla tal como es a los hechos sociales. Pero el pensamiento colectivo en su integridad, tanto en su forma como en su materia, debe ser estudiado en sí mismo para sí mismo, con la sensación de lo que él tiene de especial, y es preciso dejar al porvenir el cuidado de investigar en qué medida se parece al pensamiento de los particulares. Es ése incluso un problema que pertenece más bien a la filosofía general y a la lógica abstracta que al estudio científico de los hechos sociales.
III
Sólo nos resta decir algunas palabras de la definición que hemos dado de los hechos sociales en nuestro primer capítulo. Para nosotros consisten en maneras de hacer o de pensar, y son reconocibles por la particularidad de que son susceptibles de ejercer sobre las conciencias individuales una influencia coercitiva. A este respecto se ha producido una confusión que merece subrayarse.
Se tiene tal costumbre de aplicar a las cosas sociológicas las formas del pensamiento filosófico -que muchas veces se ha visto en esta definición preliminar una especie de filosofía del hecho social.
Se ha dicho que nosotros explicábamos los fenómenos sociales por la coacción, de la misma manera que Tarde los explica por la imitación. No tuvimos nunca tal ambición, y ni siquiera se nos había ocurrido que pudiesen atribuírnosla, por ser completamente contraria a nuestro método. Lo que nos proponíamos era, no anticipar por vía filosófica las conclusiones de la ciencia, sino indicar sencillamente mediante qué signos exteriores es posible reconocer los hechos de que ella debe tratar, a fin de que el sabio sepa percibirlos allí donde se encuentren y no los confunda con otros. Se trataba de delimitar al máximo posible el campo de la investigación, no de abarcarlo todo en una especie de intuición exhaustiva.
También aceptamos de muy buen grado el reproche que se ha hecho a esta definición de no expresar todos los caracteres del hecho social y, por consiguiente, de no ser la única posible. No hay, en efecto, nada inconcebible en el hecho de que se pueda caracterizar de muchas maneras diferentes; porque no hay motivo para que no haya más que una sola propiedad distintiva. Lo que importa es elegir la que parezca mejor para el fin que se propone. Incluso es posible emplear a la vez varios criterios, de acuerdo con las circunstancias.
Y esto es lo que hemos reconocido como necesario a veces en sociología; porque hay casos en que el carácter de compulsión no es fácilmente reconocible. Lo que es preciso, puesto que se trata de una definición inicial, es que las características de que nos sirvamos sean discernibles de un modo inmediato y puedan ser percibidas antes de la investigación. Ahora bien, es esta condición la que no cumplen las definiciones que se han opuesto a veces a la nuestra.
Se ha dicho, por ejemplo, que el hecho social es «todo lo que se produce en y para la sociedad», o también «lo que interesa y afecta al grupo de alguna manera». Pero no se puede saber si la sociedad es o no la causa de un hecho o si este hecho tiene efectos sociales más que cuando la ciencia está ya muy avanzada. Por consiguiente, estas definiciones no podrían servir para determinar el objeto de la investigación que comienza. Para que puedan utilizarse, es preciso que el estudio de los hechos sociales haya avanzado mucho y que, por ello, se haya descubierto algún otro medio previo de reconocerlos allí donde se encuentren.
Al mismo tiempo que se considera que nuestra definición es demasiado estrecha, se le acusa de ser demasiado amplia y de abarcar casi todo lo real. En efecto, se dice, todo medio físico ejerce una coacción sobre los seres que sufren su acción, porque todos ellos se ven obligados, en cierto modo, a adaptarse al mismo. Pero hay entre estos modos de coacción toda la diferencia que separa un medio físico y un medio moral. La presión ejercida por uno o varios cuerpos sobre otros cuerpos o incluso sobre voluntades no puede ser confundida con la que ejerce la conciencia de un grupo sobre la conciencia de sus miembros. Lo que tiene de especial la coacción social consiste en que no es debida a la rigidez de ciertas ordenaciones moleculares, sino al prestigio de que se hallan investidas ciertas representaciones. Es verdad que las costumbres, individuales o hereditarias, tienen en algunos aspectos esta misma propiedad. Ellas nos dominan, nos imponen creencias o prácticas, sólo que nos dominan desde dentro, porque están en su integridad en cada uno de nosotros. Por el contrario, las creencias y prácticas sociales actúan sobre nosotros desde el exterior: el ascendiente ejercido por las unas y por las otras es, en el fondo, muy diferente.
Por otra parte, no hay que extrañarse de que los otros fenómenos de la naturaleza presenten, bajo otras formas, incluso el carácter con arreglo al cual nosotros hemos definido los fenómenos sociales.
Esta semejanza proviene sencillamente de que los unos y los otros son cosas reales. Porque todo lo que es real tiene una naturaleza definida que se impone, con la que hay que contar y que, aun cuando se consigue neutralizar, no es jamás vencida completamente.
Y, en el fondo, es eso lo que hay de más esencial en la noción de la coacción social. Porque todo lo que ella implica es que las formas colectivas de obrar o de pensar tienen una realidad exterior a los individuos que, en cada momento concreto, se adaptan a ella.
Son cosas que tienen su existencia propia. El individuo las encuentra completamente formadas y no puede hacer que no sean o que sean de otra manera; por consiguiente, está muy obligado a tenerlas en cuenta y le es tanto más difícil (no decimos que imposible) modificarlas cuanto que, en diversos grados, participan de la supremacía material y moral que la sociedad tiene sobre sus miembros.
Sin duda, el individuo desempeña un papel en su génesis. Pero para que haya hecho social, es preciso que por lo menos varios individuos hayan mezclado sus acciones y que esta combinación haya producido algo nuevo. Y como esta síntesis tiene lugar fuera de cada uno de nosotros (puesto que entra en ella una pluralidad de conciencias); tiene necesariamente por efecto fijar, instituir fuera de nosotros ciertas formas de obrar y ciertos juicios que no dependen de cada voluntad particular considerada por separado. Como ya se ha hecho observar, hay una palabra que, aunque se extienda un poco a su acepción ordinaria, expresa bastante bien esta forma de ser especial: es la palabra institución. En efecto, se puede llamar institución, sin desnaturalizar el sentido de esta palabra, a todas las creencias y a todos los modos de conducta instituidos por la colectividad; entonces se puede definir la sociología diciendo que es la ciencia de las instituciones, de su génesis y de su funcionamiento.
Nos parece inútil volver sobre las otras controversias que ha suscitado esta obra, porque ellas no afectan a nada que sea esencial.
La orientación general del método no depende de los procedimientos que se prefiera emplear bien sea para clasificar los tipos sociales, bien sea para distinguir lo normal de lo patológico. Por otra parte, las réplicas han tenido muchas veces su origen en el hecho de que no se quería admitir, o no se admitía sin reservas, nuestro principio fundamental: la realidad objetiva de los hechos sociales.
Es, en definitiva, el principio sobre el que todo reposa y con el que rodo se relaciona. Por este motivo nos ha parecido útil ponerlo de relieve una vez más, separándolo de toda cuestión secundaria. Y estamos seguros de que al atribuirle esta preponderancia seguimos siendo fieles a la tradición sociológica, porque en el fondo toda la sociología ha salido de esta concepción. En efecto, esta ciencia no podía nacer más que el día en que se hubiese presentido que los fenómenos sociales, por el hecho de no ser materiales, no dejan de ser cosas reales que exigen estudio. Para llegar a pensar que había motivo de investigar lo que son, era preciso haber comprendido que son de una manera definida, que tienen una manera de ser constante, una naturaleza que no depende del arbitrio individual y de la cual se derivan relaciones necesarias. También la historia de la sociología no es más que un esfuerzo para precisar este sentimiento, profundizarlo, desarrollar todas las consecuencias que lleva consigo. Pero a pesar de los grandes progresos que se han hecho en este sentido, se verá a continuación que quedan todavía numerosas supervivencias del postulado antropocéntrico, que aquí, como en otras partes, obstruye el camino de la ciencia. Disgusta al hombre renunciar al poder ilimitado que él se ha atribuido durante largo tiempo sobre el orden social, aunque por otra parte le parece que existen verdaderamente fuerzas colectivas; el hombre está condenado necesariamente a sufrirlas sin poder modificarlas. Esto es lo que le inclina a negarlas. En vano le han enseñado repetidas experiencias que esta omnipotencia, en cuya ilusión se entretiene complacido, ha sido siempre para él una causa de debilidad, que su imperio sobre las cosas no ha comenzado realmente más que a partir del momento en que reconoció que ellas tienen una naturaleza propia y en que se resignó a aprender de ellas lo que realmente son.
Expulsado de todas las demás ciencias, este deplorable prejuicio se mantiene tercamente en sociología. Por lo tanto, no hay nada más urgente que tratar de liberar definitivamente a nuestra ciencia, y es éste el fin principal de nuestros esfuerzos.
CAPÍTULO PRIMERO
¿QUÉ ES UN HECHO SOCIAL?
Antes de investigar cuál es el método que conviene para el estudio de los hechos sociales, importa saber cuáles son los hechos a los que así se denomina.
La cuestión es tanto más necesaria cuanto que nos servimos de esta calificación sin precisar mucho. Se la emplea corrientemente para designar casi todos los fenómenos que pasan en el interior de la sociedad, a poco que presenten, con cierta generalidad, algún interés social. Pero de esta manera no hay, por así decirlo, acontecimientos humanos que no puedan llamarse sociales. Todo individuo bebe, duerme, come, razona, y la sociedad tiene gran interés en que estas funciones se ejerzan de un modo regular. Por tanto, si estos hechos fuesen sociales, la sociología no tendría un objeto que le fuese propio y su dominio se confundiría con el de la biología y la psicología.
Pero, realmente, en toda sociedad hay un grupo determinado de fenómenos que se distinguen por caracteres definidos de los que estudian las otras ciencias de la naturaleza.
Cuando yo cumplo mis funciones de padre, esposo, o ciudadano, ejecuto los compromisos que he contraído lleno de deberes que son definidos, fuera de mí y de mis actos, en el derecho y en las costumbres. Aun cuando están de acuerdo con mis propios sentimientos y sienta interiormente su realidad, ésta no deja de ser objetiva; porque no soy yo quien los ha hecho, sino que los he recibido por medio de la educación. ¡Cuántas veces, por otra parte, ocurre que ignoramos los detalles de las obligaciones que nos incumben y que, para reconocerlas, nos es preciso consultar el Código y sus intérpretes autorizados! De la misma manera, hablando de las creencias y prácticas religiosas, el fiel las ha encontrado hechas por completo al nacer; si existían antes que él, es claro que existen fuera del sistema de monedas que empleo para pagar mis deudas, los instrumentos de crédito que utilizo en mis relaciones comerciales, las prácticas seguidas en mi profesión, etcétera, funcionan independientemente del uso que yo hago de todo ello. He aquí, por tanto, modos de obrar, pensar y sentir que presentan la notable propiedad de que existen fuera de las conciencias individuales.
Estos tipos de conducta o de pensamiento no solamente son exteriores al individuo, sino que están dotados de un poder imperativo y coercitivo en virtud del cual se le imponen, quiera o no quiera. Sin duda, cuando yo estoy completamente de acuerdo con ellos, esta coacción no se hace sentir o lo hace levemente y por ello es inútil. Pero no deja de ser un carácter intrínseco de estos hechos, y la prueba es que ella se afirma desde el momento en que intento resistir. Si pretendo violar las reglas del derecho, éstas reaccionan contra mí para impedir el acto si llegan a tiempo, o para anularlo y restablecerlo en su forma normal si ya está realizado y es reparable, o para hacerme expiado si no puede subsanarse de otra manera. ¿Se trata de máximas puramente morales? La conciencia pública se opone a todo acto que las ofenda mediante la vigilancia que ejerce sobre la conducta de los ciudadanos y las penas especiales de que ella dispone. En otros casos, la coacción es menos violenta, pero no deja de existir. Si no me someto a las convenciones del mundo, si al vestirme no tengo en cuenta los usos seguidos en mi país y en mi clase, la risa que provoco, el alejamiento a que se me condena, producen, aunque de una manera atenuada, los mismos efectos que una condena propiamente dicha. Por otra parte, la coacción, aunque sea indirecta, no deja de ser eficaz. Si soy francés no estoy obligado a hablar francés con mis compatriotas, ni a emplear la moneda francesa legal, pero es imposible que obre de otra manera.
Si pretendiese escapar a esta necesidad, mi intento fracasaría miserablemente.
Si soy un industrial, nada me impide trabajar con los procedimientos y métodos del siglo pasado; pero si lo hago, me arruino sin duda alguna. Aunque, en realidad, puedo liberarme de estas reglas y violarlas con éxito, estoy obligado ineludiblemente a luchar contra ellas para conseguido. Aunque al fin son vencidas, hacen sentir su poderosa coacción por la resistencia que ellas oponen.
No hay renovador, incluso afortunado, cuyas empresas no choquen con oposiciones de este género.
He aquí entonces un orden de hechos que presentan caracteres muy especiales: consisten en formas de obrar, pensar y sentir, exteriores al individuo y están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se le imponen. En consecuencia, no podrían confundirse con los fenómenos orgánicos, puesto que aquéllos consisten en representaciones y en acciones; ni con los fenómenos psíquicos, los cuales no tienen existencia más que en la conciencia individual y por ella. Constituyen, por consiguiente, una especie nueva y es a ellos a los que es necesario reservar y dar la calificación de sociales. Esta calificación les es adecuada, porque está claro que no estando el individuo como su base, no pueden tener otro sustrato que la sociedad, sea la sociedad política en su integridad, sea alguno de los grupos parciales que ella encierra, confesiones religiosas, escuelas políticas, literarias, corporaciones profesionales, etc. Por otra parte, sólo a ellos les es adecuada, porque la palabra social no tiene un sentido definido sino a condición de designar únicamente fenómenos que no entran en ninguna de las categorías de hechos ya constituidos y denominados. Ellos son, por consiguiente, el dominio propio de la sociología. Es cierto que esta palabra de coacción, por la cual los definimos, corre el riesgo de despertar el celo sectario de un individualismo absoluto. Como éste profesa que el individuo es perfectamente autónomo, le parece que se le disminuye todas las veces que se le hace sentir que no depende solamente de sí mismo. Pero puesto que es indiscutible hoy día que la mayor parte de nuestras ideas y tendencias no son elaboradas por nosotros, sino que nos vienen del exterior, no pueden penetrar en nosotros más que imponiéndose; esto es todo lo que significa nuestra definición. Se sabe además que toda coacción social no es necesariamente exclusiva de la personalidad individual.
Sin embargo, como los ejemplos que acabamos de citar (reglas jurídicas, morales, dogmas religiosos, sistemas financieros, etc.) consisten, todos ellos, en creencias o en prácticas constituidas, podría creerse, de acuerdo con lo que precede, que no encontramos hecho social sino allí donde existe una organización definida. Pero hay otros hechos que, sin presentar estas formas cristalizadas, tienen la misma objetividad y el mismo ascendiente sobre el individuo.
Es lo que se denomina corrientes sociales. Así, en una asamblea, los grandes movimientos de entusiasmo, indignación o de piedad que se producen no tienen por origen ninguna conciencia particular.
Vienen a cada uno de nosotros desde el exterior y son susceptibles de arrastramos a pesar de nosotros mismos. Sin duda, puede ocurrir que, abandonándome a ellos sin reserva, no sienta la presión que ejercen sobre mí. Pero esta presión se acusa desde el momento en que intento luchar contra ellos. Que trate un individuo de oponerse a una de estas manifestaciones colectivas y verá cómo los sentimientos que niega se vuelven contra él. Ahora bien, si este poder de coacción externa se afirma con esta claridad en los casos de resistencia, es posible que exista, aun de un modo inconsciente, en los casos contrarios. Entonces somos víctimas de una ilusión que nos hace creer que hemos elaborado lo que nos ha sido impuesto desde el exterior. Pero, aunque la complacencia con que nos dejamos arrastrar oculta la coacción sufrida, no la suprime. De la misma manera no deja de ser pesado el aire, aunque no sintamos su peso. Aun en el caso de que hayamos colaborado espontáneamente a la emoción común, la impresión que hemos recibido es muy distinta de la que hubiésemos experimentado si hubiéramos estado solos. Además, una vez que la asamblea se ha separado, que han cesado de obrar sus influencias sociales sobre nosotros y una vez que nos encontramos de nuevo solos, los sentimientos que hemos tenido nos hacen el efecto de algo extraño, donde no nos reconocemos.
Nos damos cuenta entonces de que los habíamos sufrido en una proporción mayor que aquella en que los habíamos hecho.
Ocurre que incluso nos producen horror, tan contrarios son a nuestra naturaleza. Es así como individuos perfectamente inofensivos en su mayoría pueden, reunidos en una muchedumbre, dejarse arrastrar a la realización de atrocidades. Ahora bien, lo que decimos de estas explosiones pasajeras se aplica también a estos movimientos de opinión, más duraderos, que se producen sin cesar a nuestro alrededor, sea en toda la extensión de la sociedad, sea en círculos más restringidos, sobre materias religiosas, políticas, literarias, artísticas, etc.
Es posible, por otra parte, confirmar mediante una experiencia característica esta definición del hecho social; basta con observar a forma en que se educa a los niños. Cuando se contemplan los hechos tales como son y como siempre han sido, salta a la vista que toda educación consiste en un esfuerzo continuo para imponer al niño los modos de ver, sentir y obrar que él no hubiera adquirido espontáneamente. Desde los primeros años de su vida le obligamos a comer, beber y dormir a horas regulares, le obligamos a ser limpio, a la obediencia, al silencio; más tarde le coaccionamos para que aprenda a tener en cuenta a los demás, a respetar las costumbres y conveniencias, le obligamos a trabajar, etc. Aunque, con el tiempo, deja de sentirse esta coacción, es ella la que da poco a poco nacimiento a costumbres, a tendencias internas que la hacen inútil, pero que no la reemplazan porque se derivan de ellas. Es cierto que, según Spencer, una educación racional debería condenar tales procedimientos y dejar al niño obrar con completa libertad; pero como esta teoría pedagógica no se ha puesto jamás en práctica por ningún pueblo conocido, no constituye más que un desiderátum personal, no un hecho que se pueda oponer a los anteriores. Ahora bien, lo que hace a estos últimos particularmente instructivos es que la educación tiene cabalmente por objeto hacer al ser social; se puede ver en ella como resumido de qué modo se ha constituido este ser en la historia. Esta presión de todos los instantes que sufre el niño es la presión misma del medio social que tiende a formarle a su imagen y semejanza, siendo los padres y los maestros nada más que sus representantes e intermediarios.
Por tanto, no es su generalidad lo que puede servir para caracterizar los fenómenos sociológicos. Un pensamiento que se encuentra en todas las conciencias particulares, un movimiento que repiten todos los individuos no son, por ello, hechos sociales. Si nos contentamos con este carácter para definirlos, es que se les ha confundido indebidamente con lo que se podría llamar sus encarnaciones individuales. Lo que los constituye son las creencias, las tendencias, las prácticas del grupo tomado colectivamente; en cuanto a las formas que revisten los estados colectivos reflejándose en los individuos son cosas de otra especie. Lo que demuestra categóricamente esta dualidad de naturaleza es que estos dos órdenes de hechos se presentan muchas veces disociados. En efecto, algunas de estas maneras de obrar o de pensar adquieren, debido a la repetición, una especie de consistencia que las precipita, por así decirlo, y las aísla de los acontecimientos particulares que las reflejan. Toman así un cuerpo, una forma sensible que les es propia y constituyen una realidad sui generis, muy distinta de los hechos individuales que la manifiestan. La costumbre colectiva no existe solamente en estado de inmanencia en los actos sucesivos que ella determina, sino, por un privilegio del que no encontramos ejemplo en el reino biológico, se expresa de una vez para siempre en una fórmula que se repite de boca en boca, que se transmite por la educación, que se fija incluso por escrito. Tal es el origen y la naturaleza de las reglas jurídicas y morales, de los aforismos y los dichos populares, de los artículos de fe en los que las sectas religiosas o políticas condensan sus creencias, de los códigos sobre el buen gusto establecidos por las escuelas literarias, etc. Ninguna de ellas vuelve a ser encontrada, entera del todo, en las aplicaciones que los particulares hacen de ellas, puesto que pueden incluso existir sin ser realmente aplicadas.
Sin duda, esta disociación no se presenta siempre con la misma claridad. Pero basta con que exista de una manera indiscutible en los casos numerosos e importantes que acabamos de recordar, para probar que el hecho social es distinto de sus repercusiones individuales.
Por otra parte, aunque no se presta inmediatamente a la observación, puede comprobarse muchas veces con ayuda de ciertos artificios del método; es incluso indispensable proceder a esta operación, si se quiere separar el hecho social de toda mezcla para observarlo en estado de pureza. Así, hay ciertas corrientes de opinión que nos empujan, con intensidad desigual según los tiempos y los países, unas al matrimonio, por ejemplo, otras al suicidio o a una natalidad más o menos fuerte, etc. Son evidentemente hechos sociales. A primera vista, parecen inseparables de las formas que toman en los casos particulares. Pero la estadística nos suministra el medio de aislarlas. En efecto, son expresadas numéricamente, no sin exactitud, para la natalidad, la nupcialidad, los suicidios, es decir, por el número que se obtiene dividiendo la media total anual de matrimonios, nacimientos, muertes voluntarias por el de hombres en estado de casarse, de procrear o de suicidarse . Porque, como cada una de estas cifras comprende indistintamente todos los casos particulares, las circunstancias individuales que pueden tener alguna intervención en la producción del fenómeno se neutralizan allí mutuamente y, en consecuencia, no contribuyen a determinarlo.
Lo que expresa es un estado determinado del alma colectiva. He ahí lo que son los fenómenos sociales desembarazados de todo elemento extraño. En cuanto a sus manifestaciones privadas, tienen algo de social, puesto que reproducen en parte un modelo colectivo; pero cada una de ellas depende también, y en gran parte, de la constitución psico-orgánica del individuo, de las circunstancias particulares en que está colocado. No son, por tanto, fenómenos propiamente sociológicos. Se relacionan a la vez con los dos reinos; se les podría calificar de socio-psíquicas. Interesan al sociólogo sin constituir la materia inmediata de la sociología. Se encuentran también en el interior del organismo fenómenos de naturaleza mixta que estudian las ciencias mixtas, cómo la química biológica.
Pero se dirá: un fenómeno no puede ser colectivo más que si es común a todos los miembros de la sociedad o, por lo menos, a la mayoría de ellos, si es general. Sin duda, pero si es general es porque es colectivo (es decir, más o menos obligatorio), pero en modo alguno es colectivo porque es general. Es un estado del grupo que se repite en los individuos porque se impone a los mismos. Está en cada parte porque está en el todo, pero no está en el todo porque esté en las partes. Esto es sobre todo evidente respecto de las creencias y prácticas que nos son transmitidas por completo hechas por las generaciones anteriores; las recibimos y las adoptamos porque, siendo a la vez una obra colectiva y una obra secular, están investidas de una autoridad particular que la educación nos ha enseñado a reconocer y respetar. Ahora bien, es de notar que la inmensa mayoría de los fenómenos sociales nos llegan por esa vía. Pero aun cuando el hecho social es debido en parte a nuestra colaboración directa, no es de otra naturaleza. Un sentimiento colectivo, que surge en una asamblea, no expresa simplemente lo que había de común entre todos los sentimientos individuales. Es algo completamente distinto, como ya hemos mostrado. Es la resultante de la vida común, un producto de acciones y reacciones que se originan entre las conciencias individuales; y si encuentra eco en cada una de ellas, es en virtud de la energía especial que él debe precisamente a su origen colectivo. Si todos los corazones vibran al unísono no es debido a una concordancia espontánea y preestablecida, sino a que una misma fuerza los mueve en idéntico sentido. Cada uno de ellos es arrastrado por todos.
Llegamos, pues, a representamos de una manera precisa el campo de la sociología. No comprende más que un grupo determinado de fenómenos. Un hecho social se reconoce por el poder de coacción externo que ejerce o es susceptible de ejercer sobre los individuos; y la presencia de este poder se reconoce a su vez sea por la existencia de una sanción determinada, sea por la resistencia que el hecho opone a toda empresa individual que tienda a violado.
Sin embargo, se le puede definir también por la difusión que presenta en el interior del grupo, a condición de que, siguiendo las observaciones precedentes, se tenga cuidado de añadir como característica segunda y esencial que existe independientemente de las formas individuales que toma al difundirse. Este último criterio es incluso, en ciertos casos, más fácil de aplicar que el anterior. En efecto, la coacción es fácil de comprobar cuando se traduce al exterior por alguna reacción directa de la sociedad, como ocurre con el derecho, la moral, las creencias, costumbres, incluso con las modas. Pero cuando no es más que indirecta, como la que ejerce una organización económica, no siempre se deja percibir tan claramente.
La generalidad combinada con la objetividad puede ser más fácil entonces de establecer. Por otra parte, esta segunda definición no es más que otra forma de la primera; porque si una manera de conducirse, que existe fuera de las conciencias individuales, se generaliza, no puede ser más que imponiéndose.
Sin embargo, podríamos preguntamos si esta definición es completa. En efecto, los hechos que nos han suministrado su base son todos ellos maneras de hacer, son de orden fisiológico. Ahora bien, hay también maneras de ser colectivas; es decir, hechos sociales de orden anatómico o morfológico. La sociología no puede desentenderse de lo que concierne al sustrato de la vida colectiva. Sin embargo, el número y la naturaleza de las partes elementales de que se compone la sociedad, la forma en que están dispuestas, el grado de cohesión a que han llegado la distribución de la población sobre la superficie del territorio, el número y la naturaleza de las vías de comunicación, la forma de las viviendas, etc., no parecen, a primera vista, poder relacionarse con formas de obrar, sentir o pensar.
Pero, en primer lugar, estos diversos fenómenos presentan la misma característica que nos ha servido para definir los otros. Estas maneras de ser se imponen al individuo del mismo modo que las maneras de hacer de que hemos hablado. En efecto, cuando se quiere conocer la forma en que está dividida políticamente una sociedad, de qué se componen estas divisiones, o la fusión más o menos completa que existe entre ellas, no será mediante una inspección material y por medio de observaciones geográficas como podremos conseguirlo, porque estas divisiones son morales, aunque tengan alguna base en la naturaleza física. Es sólo a través del derecho público como es posible estudiar esta organización, porque es este derecho el que la determina, de la misma manera que define nuestras relaciones domésticas y cívicas. Y no es por ello menos obligatoria. Si la población se amontona en nuestras ciudades en lugar de dispersarse por los campos, es porque hay una corriente de opinión, un impulso colectivo que impone a los individuos esta concentración.
No podemos elegir ya ni la forma de nuestras casas ni la de nuestros vestidos; por lo menos la una es tan obligatoria como la otra. Las vías de comunicación determinan de una manera imperiosa el sentido en el cual se realizan las migraciones y los cambios interiores, etc. Por consiguiente, todo lo más habría que añadir a la lista de los fenómenos que hemos enumerado, entre los que presentan el signo distintivo del hecho social, una categoría más; y como esta enumeración no tendría nada de rigurosamente exhaustiva, la adición no sería indispensable.
Pero no es, ni siquiera, útil; porque estas maneras de ser no son más que maneras de hacer consolidadas. La estructura política de una sociedad no es sino la manera en que los diferentes sectores que la componen han tomado la costumbre de vivir entre sí. Si sus relaciones son tradicionalmente estrechas, los sectores tienden a confundirse; en el caso contrario, tienden a distinguirse. El tipo de habitación que nos imponen no es otra cosa que la manera en que todos los que nos rodean y, en parte, las generaciones anteriores se han acostumbrado a construir las casas. Las vías de comunicación sólo son el lecho que se ha cavado a sí misma, corriendo en el mismo sentido, la corriente regular de los cambios y migraciones, etc. Sin duda, si los fenómenos de orden morfológico fuesen los únicos que presentaran este carácter fijo, podría creerse que constituían una especie aparte. Pero una regla jurídica es una disposición no menos permanente que un tipo de arquitectura, y, por consiguiente, es un hecho fisiológico. Una simple máxima morales seguramente más maleable; pero tiene formas mucho más rígidas que una simple costumbre profesional o que una moda. Hay así toda una gama de matices que, sin solución de continuidad, vincula los hechos más caracterizados de estructura a estas corrientes libres de la vida social que no han sido todavía formadas en ningún molde definido. Es, por lo tanto, que no hay entre ellos más que diferencias en el grado de consolidación que presentan. Los unos y las otras no son más que vida más o menos cristalizada. Sin duda, puede haber interés en reservar el nombre de morfológicos para los hechos sociales que conciernen al sustrato social, pero a condición de no perder de vista que son de la misma naturaleza que los otros.
Nuestra definición comprenderá por consiguiente todo lo definido si decimos: Es hecho social toda manera de hacer, fija o no, susceptible de ejercer sobre el individuo una coacción exterior; o también, que es general dentro de la extensión de una sociedad dada a la vez que tiene una existencia propia, independiente de sus manifestaciones individuales.